18 abril 2006

¿Capital cultural de lo qué?

Leo en la prensa que el PSOE de San Cristóbal de La Laguna (Tenerife) sigue erre que erre con su majadería de solicitar al Parlamento de Canarias que se distinga, en el nuevo estatuto de autonomía, a la ciudad universitaria como (agárrense) “capital cultural de Canarias”. Toma ya, con un par. Y sin vaselina ni nada. Ahora vengo yo a despotricar contra la idea, y muchos pensarán que es a causa de mi condición de nativo grancanario y pleitista insular. Pero creo que esta distinción, que sé que no prosperará, es absurda por razones objetivas. Y es que hoy por hoy, La Laguna no es capital cultural ni siquiera de Tenerife.

Parafraseando a los surrealistas, La Laguna es un cadáver exquisito. Y surrealista es la pretensión de nombrar capital cultural de nada a una ciudad que se vacía de gente en verano, que su único teatro (el Leal) está cerrado desde hace décadas, que hace un año cerró su único cine (el Aguere), que ha dejado pudrir la única sala polivalente digna que poseía (el Paraninfo Universitario), que carece de una sala de exposiciones decente, que debe recurrir al salón de actos de un instituto (!!!) para poder traer actuaciones a la ciudad (La Laboral). Y claro, esa falta de las infraestructuras culturales mínimamente exigibles redunda en que la programación de actos anual sea más bien paupérrima: las Fiestas del Cristo y para de contar.

Si analizamos, veremos que hay unas cuantas poblaciones bastante más merecedoras del infame nombramiento. Por supuesto, las capitalinas: Las Palmas de Gran Canaria cuenta con un buen auditorio que funciona, un Teatro Cuyás con programación sólida, un centro de arte contemporáneo (que anda algo a la deriva últimamente, hay que reconocerlo) y en breve la reapertura del Teatro Pérez Galdós moverá aún más el cotarro; Santa Cruz de Tenerife también tiene un auditorio que encima es la mar de fotogénico, una interesante sala de cine alternativo (el cine Víctor) y un Teatro Guimerá que hace bastante más de lo que sus escasas dimensiones permiten. Ambas capitales cuentan con salas de exposiciones amplias (La Regenta y La Recova), galerías de arte y museos, y celebran eventos de cierta importancia (el Festival de Cine de Las Palmas, el Salón del Cómic de Santa Cruz)… ¿Sigo?

El despropósito lagunero es una prueba más de la decadencia y estancamiento de una ciudad que vive anclada en el pasado. De acuerdo que ahí nació la Ilustración canaria, pero oigan, que eso fue en el siglo XVIII, olvídense ya del tema. Y sí, vale, son ciudad Patrimonio de la Humanidad, pero hay unas cuantas más de esas en España que no han pedido por ello ser declaradas nada en especial, pues bastante honor es estar distinguidas por la UNESCO).
En cuanto a la condición universitaria de la ciudad, a la larga eso ha sido una losa para la vida cultural, más que una reactivación de la misma, pues sólo ha servido para que los catedráticos y profesores titulares se adocenen en sus poltronas mientras la cultura viva y real se desarrollaba en otros sitios sin que ellos se dieran cuenta, ocupados en tribunales de tesis y conferencias a las que van sus familiares y amigos íntimos.
Puede que el PSOE busque esa distinción como revulsivo (aparte de como chapucero anzuelo electoral), con la idea de que quizá con el nombramiento las autoridades locales se pondrían las pilas para hacerse merecedoras de él. Pero las cosas no funcionan así, en todo caso debería ser al contrario, y concederlo a quien objetivamente lo mereciera más.

Pero lo mejor es que se olviden de esa distinción, ya que en sí misma, como idea, denota provincianismo rancio y enormes deseos de aquello tan ilustrativo que decía mi abuelita que es “tirarse los pedos más altos que el culo”. Que yo sepa, en ningún lado se ha concedido una distinción similar. Pero ya se sabe, en Canarias semos diferentes.

14 abril 2006


75 años

Hoy 14 de abril no es sólo Viernes Santo. Es el 75 aniversario de la proclamación de la Segunda República Española, aunque me temo que la festividad religiosa impedirá que la onomástica tenga la difusión que merece.

Se suele hablar de la Segunda República como de un experimento fallido. Tras años de monarquía ensombrecida por el caciquismo, unas elecciones municipales dieron la victoria a los partidos republicanos en las grandes ciudades (aunque cuantitativamente los monárquicos sacaron más votos, sobre todo en las zonas rurales). Alfonso XIII interpretó (correctamente) que esa falta de apoyo en las capitales ponía en duda su legitimidad, y decidió exiliarse, permitiendo así la proclamación del nuevo sistema de gobierno.

Los años siguientes fueron azarosos e inestables: los sectores de la derecha tradicional no pusieron las cosas fáciles, y el propio bando republicano estaba dividido internamente. Prueba de ello es que durante los cinco años que duró en paz (no cuento los tres años de Guerra Civil en los que, técnicamente, todavía estaba vigente), hubo más presidentes del gobierno que en lo que llevamos de democracia tras el franquismo.

Pero por errática y desorganizada que fuera, eso nunca podrá justificar el alzamiento de Franco, el cual, por cierto, aún muchos añoran y prefieren no condenar en voz alta. Ya lo dije hace poco, pero lo repito: quiero oír a la cúpula del PP calificar claramente y sin rodeos el Franquismo como "dictadura" o "criminal", y que cese ya la veneración hacia personajes como Manuel Fraga, antiguo ministro del tenebroso caudillo. De paso, tampoco estaría mal que se eliminaran de una vez todos los símbolos de aquel régimen que, en forma de nombres de calles, monumentos ecuestres e incluso placas en las viviendas de protección oficial, nos recuerdan aquellos oscuros tiempos.

No caeré en la demagogia de pintar la Segunda República como una era idílica, pues la inestabilidad social y económicas fueron evidentes y la corrupción política, una lacra. Pero creo honestamente que si se la hubiera dejado proseguir, poco a poco se habrían ido corrigiendo esos fallos del sistema pues el pueblo soberano sería cada vez más exigente con sus gobernantes. Si aquellos errores se pudieron dar, fue en parte por la inexperiencia democrática de los españoles y lo sorpresivo de la proclamación de la república. Con un poco de tiempo, se habría normalizado la política y afianzado el sistema judicial garante de la estabilidad.

Pero tampoco se pueden negar los avances que supuso: la noción de que existía por primera vez una igualdad real entre los ciudadanos, la lucha contra el caciquismo, la separación entre Iglesia y Estado, el voto de la mujer, reformas educativas que buscaban la instrucción igualitaria del pueblo (algo que perseguiría posteriormente el Franquismo) y, sobre todo, una Constitución más moderna y acorde con el nuevo siglo.

Como sistema de gobierno la república no es perfecta, pero desde luego que es el menos malo de los existentes. La aristocracia es un anacronismo que sigue vigente en nuestro país, y se ha colado en el inconsciente: aunque parezca increíble, hay personas que aún se creen que los miembros de la nobleza son mejores que nosotros. Es mala suerte que el último Borbón haya resultado ser un tipo tan simpático, pues pone difícil toda crítica hacia su figura institucional. Personalmente, no tengo nada contra el ciudadano Juan Carlos, pero me molesta mucho verlo en las monedas de un euro.

En todo caso, espero que si no yo, mis nietos puedan vivir una tercera República española, la definitiva. Si pudiera elegir, me gustaría que fuera totalmente nueva. Es decir, que no repitiera el himno de Riego ni la bandera tricolor como símbolos, ya que, por mucho aprecio que les tenga, creo que son elementos demasiado arraigados con un pasado doloroso. Reinvocarlos sería despertar fantasmas indeseados, por lo que pienso que una nueva república, para una España diferente con unas ideas más avanzadas, se merece configurar su propia identidad, libre de ataduras del pasado.
(FOTO: Proclamación de la Segunda República en Madrid)

07 abril 2006


La tesis del caudillo salvador

Ayer el diario ABC publicó un suplemento dedicado a conmemorar el 75 aniversario de la II República que casi me corta el desayuno de la indignación que me produjo. Lean, simplemente, el titular que aparecía en portada: “75 Aniversario de la II República: El fracaso de un régimen convulso”. Tal y como yo lo entiendo, la república no fracasó, sino que “la fracasaron” a punta de pistola. Una cosa fracasa cuando falla y se extingue por sus propios medios; si son agentes externos los que fuerzan su fin, hay que utilizar otros términos. (Por cierto, tiene guasa que ABC saque el suplemento especial una semana antes del 14 de abril, para que no coincida con el Viernes Santo).

La “inexactitud” del ABC no es inocente, sino que es una ilustración perfecta de la teoría difamatoria que la derecha española se ha encargado de transmitir durante muchos años, con el fin de justificar lo injustificable (esto es, la dictadura de Franco). La teoría, simplificada, vendría a decir que la República estaba tan desmandada y era tan desastrosa, que el pobrecito Francisco Franco, muy a su pesar, tuvo que alzarse en armas para poner orden y salvar España.

El propio José Antonio Zarzalejos, director de ABC, lo expone en la presentación del suplemento: “La II República española fue un fracaso que desembocó en la Guerra Civil porque los republicanos- desde los conservadores a los izquierdistas- quisieron reinventar España, aplicarles unos cánones extraños a sus inquietudes, transformar usos y costumbres que respondían a motivaciones seculares y racionales de hondo calado”. ¡Y se queda tan ancho!

Ahora resulta que la causa de la Guerra Civil fue la propia República por existir; haciendo un símil, decir eso es una barbaridad tan sangrante como decir que la culpa del bombardeo de Hiroshima fue de Japón (teoría defendida por EE.UU.) o que la del Holocausto fue de los judíos: una interpretación aberrante que culpa a la víctima de su fatídico destino.

Pongamos las cosas claras: la administración de la II República fue, efectivamente, un desastre. Es cierto que la derecha tampoco es que fuera muy colaboradora con el régimen democrático, precisamente, aunque reconozco que las famosas disensiones internas entre los sectores de la izquierda son ciertas. Pero en democracia, los malos gobiernos se deben solucionar en las urnas. La cuestión de fondo aquí es la legitimidad: por muy inepto y nefasto que pudiera ser ser el gobierno republicano (lo cual es discutible), bajo ningún concepto se puede siquiera concebir que la solución fuera un levantamiento militar. Y mucho menos defenderlo.

La violencia es siempre rechazable y nunca es solución, sino problema. Por ello, mezclarla con la política es siempre detestable. Pero siendo incendiario, podría llegar a justificar que en un momento concreto el pueblo se alzara para derrocar a un sistema totalitario y dictatorial, siempre que luego se procediera a la instauración de un nuevo gobierno legitimado en las urnas. Pero nunca podré justificar el extremo contrario, es decir, que se emplee la fuerza para derrocar un régimen democrático.

La derecha española sigue erre que erre; aún estoy esperando que algún político del PP diga claramente la frase “Franco fue un dictador que tomó el poder por la fuerza de manera ilegítima”. La anterior frase no es una opinión, es un hecho objetivo e indiscutible. Pero claro, pretender eso de un partido que aún mantiene en sus filas a un ex ministro de la dictadura, y encima con tratamiento de honorabilidad, es pedir demasiado. Me refiero, claro, a Manuel Fraga; entiendo que por aquello de la "libertad sin ira" durante la Transición se fuera conciliador y misericordioso con los antiguos miembros del franquismo, pero de ahí a permitir que siguieran ejerciendo la política va un mundo. ¿Se imaginan que en Alemania dejaran presentarse a las elecciones a un ex nazi? Pues eso. Así que aquí sigo, esperando que el PP haga revisión crítica. Creo que a lo mejor mis biznietos lo verán

Como antídoto, me decidí visitar Memoria del futuro y firmar su manifiesto en el que se reclama una reivindicación de la II República y sus avances. En dicho texto, por cierto, también se refieren a la funesta tesis: “Todavía se nos sigue intentando convencer de que la II República fue un bello propósito condenado al fracaso desde antes de nacer por sus propios errores y carencias. Los firmantes de este manifiesto rechazamos radicalmente esta interpretación, que sólo pretende absolver al general Franco de la responsabilidad del golpe de estado que interrumpió la legalidad constitucional y democrática de una república sostenida por la voluntad mayoritaria del pueblo español, con las trágicas consecuencias que todos conocemos. Y exigimos que las instituciones de la actual democracia española rompan de manera definitiva los lazos que la siguen uniendo -desde los callejeros de los municipios hasta los contenidos de los libros de texto- con un estado ilegítimo, que surgió de una agresión feroz contra sus propios ciudadanos y se sostuvo en el poder durante treinta y siete años mediante el abuso sistemático e indiscriminado de los siniestros recursos que caracterizan la pervivencia de los regímenes totalitarios. Después de treinta años de democracia, resulta vergonzoso tener que recordar aún donde estaba la ley y donde estuvo el delito. A estas alturas, es intolerable, y muy peligroso para la salud moral y política de nuestro país, que todavía se pretenda equiparar al gobierno legítimo de una nación democrática con la facción militar que se sublevó contra el estado al que, por su honor, había jurado defender”.

05 abril 2006


Reseña: Volver, de Pedro Almodóvar

En la mítica entrevista mantenida entre François Truffaut y Alfred Hitchcock, el director británico explica el concepto de "run for cover", que literalmente vendría a traducirse más o menos como “correr para guarecerse”. Se aplica a las obras que suponen una vuelta a temáticas y estéticas que ya habían sido abordadas con éxito por sus autores en ocasiones anteriores, y que generalmente son nuevamente transitadas tras un batacazo crítico o comercial. La consigna es: “tras un palo, juega sobre seguro”. Pues bien, creo que Volver es el particular “run for cover” que ha hecho Almodóvar para curarse la pupita que le hicieron por La mala educación.

La nueva película del manchego es una especie de “grandes éxitos de Almodóvar”, en la que los fans del director encontrarán más o menos todo lo que esperan de una película de Almodóvar: supuesta reivindicación feminista (que realmente esconde cierta misoginia), estética tendente a lo kitsch, amores y pasiones abrumadoras combinadas con escenas mundanas y costumbristas, argumentos rocambolescos, presencia de música popular, estética demasiado cuidada (casi se podría hablar de sobrediseño), ramalazos de humor con toques absurdos, personajes femeninos fuertes… todo eso está en Volver, pero cocinadito para el gran público (es decir, que elementos fuertes/desagradables/polémicos que existían en otras cintas del autor han sido atemperados o directamente eliminados).

La película es técnicamente impecable, con actuaciones muy destacables de Carmen Maura (lógico), Blanca Portillo (lógico), Lola Dueñas (lógico) y Penélope Cruz (¡sorpresa!). Almodóvar, además, sigue siendo un maestro de la dramaturgia, en el sentido de que consigue hacer verosímiles historias que, analizadas fríamente, no tienen ni pies ni cabeza o son decididamente increíbles. Y si no me creen, hagan la prueba: intenten contarle a alguien el argumento de Todo sobre mi madre, Hable con ella o esta Volver. Es imposible, sin embargo no somos conscientes de ello durante la proyección.

Un punto negativo, común a todas las cintas del director, es el ya mencionado exceso de diseño: lo siento, pero no me creo que Penélope Cruz sea una chica de barrio de origen rural, por muy terrenal que me la quieran poner. Cuando la miro, veo a una pijita disfrazada de chica humilde. ¿Y qué me dicen de los títulos de crédito de Juan Gatti al final? Muy monos, es verdad, pero contrarios al espíritu de la película: demasiado sofisticados para la historia narrada. Por no ser tan negativo, cabe destacar la partitura de Alberto Iglesias, con momentos geniales como la escena en que la hija de Penélope Cruz relata el parricidio que acaba de cometer: la música no ilustra lo que se ve (dos mujeres hablando más o menos asustadas) sino la escena que el personaje cuenta (un intento de violación y posterior asesinato). Magnífico. Eso sí, la versión de Estrella Morente del mítico Volver del aún más mítico Gardel transita entre la ridiculez y el patetismo: ¡qué manía de aflamencarlo todo! Por supuesto, se hinchará a vender CD (que de eso se trataba).

La sensación que he tenido al salir del cine es la de una total y absoluta falta de frescura, y la sospecha de que el Almodóvar más empresarial se escondió tras la cámara, explotando los tópicos que se esperan de él, sabedor de que serán muchos los que le rían la gracia argumentando “rasgos autorales”. Vamos, justo la misma jugada de Wong Kar Wai, que tras la maravillosa Deseando amar se sacó de la manga aquella cosa de 2046, que parecía un film hecho con descartes de su anterior obra maestra.

La mala educación, su anterior película, era menos redonda que esta, pero más arriesgada y artísticamente honesta. En aquella ocasión, tras haber ganado premios a mansalva con la excelente Todo sobre mi madre y la execrable Hable con ella, Almodóvar decidió dar un giro en su carrera y explorar nuevas vías. La cinta se centraba en personajes masculinos, tenía apuntes biográficos más marcados, e incluso se atrevía a jugar con la estructura narrativa del guión, con saltos temporales y mezcla de ficción y realidad incluida. Además, era un film duro de ver que desasosegaba al espectador. Almodóvar venía de saborear las mieles del éxito con películas “de llorar”, en las que se sufría mucho, pero el espectador salía reforzado. Por el contrario, La mala educación se asemejaba más a una patada en los cojones cinematográfica, y no es lo que el espectador medio llama una “película bonita”.

Tras haber alcanzado el reconocimiento mundial, el manchego decidió arriesgarse a cosas nuevas, en lugar de apoltronarse en el pedestal. El resultado fue una obra imperfecta, pero totalmente loable desde el punto de vista de la ética creadora. En cambio, Volver supone un paso atrás, o mejor aún, una repetición intencionada de sus temas trillados, con el fin de contentar a sus fans dándoles la carnaza que esperaban. En ese sentido, el título puede interpretarse como una declaración del propio Almodóvar diciéndole a sus acérrimos seguidores: “chicos, tranquilos, que ya me dejo de cosas raras y vuelvo a lo mío”.

Sospecho que con los años La mala educación será revalorizada, mientras que Volver se perderá en la nebulosa que ya anega merecidamente a cosas como Carne trémula o La flor de mi secreto.

(Foto: Web oficial de la película)

02 abril 2006

Vuelve Charito Piedra

No. No he visto Instinto Básico 2, y la verdad es que no tengo la menor intención de hacerlo en breve. Probablemente lo haga cuando alguna cadena ose emitirla. Es uno de esos proyectos que ya sobre el papel apestan. Y cuando ves que uno de los trailer vistos en cine consiste en imágenes fijas con letreritos, como si a los productores les diera vergüenza enseñar el material, mala cosa. (En Internet también se ha visto un metraje supuestamente robado con todos los desnudos del filme. ¿Robado? ¡Ja! Marketing patético do los haya).

Es una pena que una película como la primera parte haya sido merecedora de una secuela que al parecer es tan lamentable. Porque no nos engañemos, morbos y desnudos aparte, Instinto Básico es, en mi modesta opinión, una gran película. Hasta ahora se había hablado en el cine sobre obsesión, pasión y amor fatal, pero creo que la película de Paul Verhoeven es la primera en hablar sobre eso que se llama el “encoñamiento”.

Nick Curran (Michael Douglas) es un policía pasado de rosca. Ha matado inocentes, ha sido alcohólico, drogadicto y, como vemos en algunos encuentros con su novia psicóloga, le va el sexo dominante y desbocado. Vamos, es un tipo que cree saberlo todo del lado oscuro de la vida, alguien difícil de sorprender. Y en esto que aparece Catherine Tramell (Sharon Stone) y hace lo imposible: le rompe los esquemas.

La gracia de Instinto Básico es que en todo momento Curran sabe que la protagonista es la asesina, una auténtica mantis religiosa que utiliza a los hombres como meros proveedores de placer y, cuando se cansa, los asesina. Y a pesar de ello, acepta ir directo al matadero. Lo que siente no es amor, aunque al final del film se autoengaña haciendo con Catherine planes de futuro propios de una relación romántica, para no reconocer la animalidad irracional de su conducta.

Pero el sexo es la única razón de ser de la relación. Y tanto el espectador como el policía saben que todo terminará con un picahielos en su yugular. Pero aún así, Curran está tan de vuelta de todo que le da igual morir así. Lo dicho: la historia de un tipo que se encoña hasta el final.

La película, además de ese morboso y fatalista argumento, destacaba por la vigorosa puesta en escena de Paul Verhoeven, un director cuyo estilo se podría calificar de tremendista: cuando en sus películas muere alguien, es de manera dolorosa y violenta; y si hay sexo, es incendiario. Es un cineasta atrevido, y desde luego no apto para filmar cualquier historia. Pero Instinto Básico se adaptaba como un guante a su estilo duro y sensual.

Y el remate final era la magistral partitura del añorado Jerry Goldsmith. El sinuoso tema principal ilustra mejor que nada la ambigüedad de la historia y de Catherine Tramell. Y si aún quedan dudas sobre la culpabilidad de la protagonista, oigan la música que suena durante el mítico encuentro sexual con el policía: los cuerpos se contorsionan de placer, pero la melodía no sugiere erotismo o sensualidad, sino suspense. El momento del orgasmo coincide con un crescendo orquestal terrorífico, porque externamente es una escena sexual, pero en esencia es la primera fase de un asesinato.

De la segunda parte no se puede esperar gran cosa, para empezar porque el director, Michael Caton-Jones, es un peso pluma cuya película más reconocida es la aburrida Chacal, aquella de Bruce Willis disfrazado. Y porque Sharon Stone no lo ha hecho porque crea artísticamente en el proyecto, sino porque, tras intentar infructuosamente labrarse una carrera prestigiosa, esta secuela supone su penúltimo cartucho de notoriedad.

Sinceramente, tras haber sido la villana de la lamentable Catwoman y ahora esta secuela hecha por pura avaricia, Charito Piedra va a tener que dar una gran campanada para recuperar la escasa credibilidad que una vez tuvo. Lo mejor que podría haber hecho para su carrera es dejar el picahielos en la funda.