18 junio 2008

El creador de monstruos


Ha muerto Stan Winston. Para la mayoría de las personas, incluso las aficionadas al cine, este nombre no les dirá mucho. Pero seguro que conocen a Terminator, al depredador, a la reina de los Aliens, a Iron Man, a Eduardo Manostijeras o a los dinosaurios de Spielberg. Pues bien, todos ellos fueron diseñados y concebidos por este maestro del maquillaje y su equipo.

Hay géneros en los que las aportaciones de los técnicos es crucial y, en ocasiones, tanto o más importante que el de actores y directores. En el cine fantástico, el trabajo de diseñadores, maquilladores y supervisores de efectos especiales resulta determinante para el éxito de una película: hay obras maestras del género con trucajes deficientes y criaturas de cartón piedra, pero es cierto que por muy buenos que sean los actores o la puesta en escena, si los efectos “cantan” demasiado, será más difícil que el público se deje atrapar por la ficción.


Por muy bueno que fuera Karloff, el monstruo de Frankenstein son sería nada sin las tuercas que le puso Jack Pierce; ni el Exorcista sin el puré de guisantes de Dick Smith; ni los pájaros de Hitchcok sin las pinturas matte de Albert Whitlock ; ni el viaje sideral de 2001 sin las luces alucinógenas de Douglas Trumbull; ni el romance de King Kong sin la animación de Willis O’Brien; ni las aventuras de Simbad sin las criaturas de Ray Harryhausen; ni las mutaciones de La cosa sin el ingenio de Rob Bottin…


Stan Winston estaba en ese Olimpo del cine fantástico. No era un maquillador, ni un técnico de efectos especiales; ni un diseñador, sino todo ello a la vez, por lo que en los últimos tiempos su aportación aparecía acreditada como “Efectos de Criaturas”, ya que esa era su misión: mezclar toda la tecnología que existe para dar vida a los monstruos, si bien poniendo especial énfasis en los efectos que se pudieran crear en directo, ya fuera con marionetas o con prótesis de maquillaje.


Para los amantes de la fantasía y del cine como instrumento para crear imágenes fascinantes, se ha perdido un gran artista.


(Foto: Winston apunto de ser mordido por su mítico Tiranosaurio)

10 junio 2008

Retorno al Antiguo Régimen











Hace más o
menos un año, el debate social giraba en torno a la conciliación de la vida laboral y familiar, y se hablaba de reducciones de jornada, de horarios coherentes… Y de repente, la cosa da un giro de 180 grados y la UE acaba aprobando una directiva que amplía la jornada laboral de 48 a 60 horas. ¡Toma Unión Europea!

Es evidente que la derecha es más resolutiva que la izquierda: ésta última dominó Europa durante algunos años, pero no logró ningún acuerdo sustancial. En cambio, llega la panda de la Merkel, el Zarkozy y el Berlusconi, y en un plisplás nos devuelven las condiciones laborales del Antiguo Régimen.


España se ha comportado con su habitual cobardía en política internacional, y se ha opuesto pero menos a la barrabasada: es decir, la delegación nacional realizó numerosas declaraciones de oposición pero, a la hora de votar, se abstuvo. Al menos podría haber tenido la gallardía de votar “No” y manifestar claramente su rechazo, en lugar de mirar hacia otra parte.

Sus señorías dirán que esta ampliación horaria no es obligatoria, y que lo único que se hace es “dar libertad” a que empleado y patrono negocien la jornada laboral. Así hasta suena bonito, pero en la práctica se ha abierto la puerta a las subastas laborales: se quedará el puesto aquel que esté dispuesto a pringar más horas por el mismo salario. Y el otro, el que no aceptó una jornada de 10 horas al día seis días a la semana, ese quedará poco más o menos como un vago e irresponsable que no quería trabajar.


Mi única duda es saber qué será lo siguiente. Estando Berlusconi por ahí suelto, no me extrañaría que estuviera barruntando la directiva Mamma Chicho para recuperar el derecho de pernada. Y en lo referido a derechos humanos, supongo que Monsieur Bruni ya habrá mandado una comisión de investigación al Museo del Louvre, por si puede sacar alguna idea provechosa del Código de Hammurabi.

(Foto: El único mapa de Europa que parece interesar a la UE)

06 junio 2008

Espectáculo atroz

Hoy las primeras planas de la prensa nacional abrían, unánimemente, con una infame gesta: las cuatro orejas obtenidas por José Tomás. En el caso de El País, eligieron además una espeluznante fotografía que observé entre asombrado y horrorizado, en la cual el torero hundía hasta la empuñadura una espada en el cuerpo ensangrentado de un toro de lidia.

Nunca podré entender que el toreo, actividad que en un país civilizado sería claramente criminal, esté defendida desde la cultura y supuestamente represente una de las esencias nacionales. En lo que a mí respecta, el bochornoso espectáculo de esos matarifes engalanados provoca (además de la náusea) que me avergüence de haber nacido en este país. No me vale la excusa de que es “una tradición”: también lo era arrojar una cabra desde un campanario.

En mi modesta (y no sé si molesta) opinión, el tal José Tomás, al igual que el resto de sus compañeros de gremio, no merece ocupar una primera plana, no es un héroe, ni un artista, ni mucho menos una leyenda. Y El País debería haberse abstenido de poner esa imagen que glorifica la crueldad.

Este espectáculo me resulta muy doloroso, en primer lugar por el pobre animal con la lengua fuera, temblando y sangrando por los cuatro costados; cuando les dices esto, los taurinos te espetan eso de que si no existiera el toreo, la raza del toro de lidia se extinguiría. Primero: no me lo creo: si los toros los tienes en el campo tan ricamente, dudo mucho que desaparezcan. Segundo: y si fuera cierto, no sé que es peor: dejar que la evolución siga su curso natural, o mantener viva a una especie de manera artificial sólo para poderla torturar.

Pero, además del dolor de la bestia, me espeluzna el público: que hombres y mujeres supuestamente civilizados paguen y se engalanen para presenciar tal espectáculo me hace dudar de la bondad humana. ¿Qué diversión, qué arte, qué placer puede haber en ver como un ser vivo es aniquilado de manera cruenta? ¿Qué clase de sádico hay que ser para aplaudir este crimen?

Muchos se quejan del cine gore o de los videojuegos. Sí, son violentos y crueles, pero en última instancia, son ficciones. En el caso del toreo, la sangre, el dolor y la muerte son reales. Y encima lo llaman arte.

03 junio 2008

En busca de la magia perdida

Hay cosas que mejor es no tocarlas, y una de ellas era la trilogía de Indiana Jones. Siendo honestos, ninguna de sus partes era, en sí misma, una película 100% redonda (aunque la primera casi lo era), pero en conjunto habían logrado crear un mito contemporáneo a partir del arquetipo del héroe clásico, tamizado por unas pinceladas de ironía postmoderna y algo de la acción cruel propia de los ochenta. El plano final de "La última cruzada" era un gran colofón: la silueta de los héroes recortada contra la puesta de sol, otorgándoles un halo mítico y anunciando un porvenir de más aventura.


Por desgracia, la nostalgia mal entendida y la avaricia han hecho que el mito regrese dos décadas después, con brillo, pero sin magia: "Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal" es un espectáculo brillante en lo técnico, con algunos planos que quitan el aliento, pero carente de todo humor y carisma. Los personajes deambulan como almas en pena de un decorado a otro y no hay química entre ellos: resulta sintomático que la pareja Harrison Ford- Karen Allen que tan bien funcionó hace un cuarto de siglo ahora quede tan forzada en pantalla.


Desaprovechar a Cate Blanchett de la manera que se hace en esta película es un delito cinéfilo: su personaje es presentado de manera impecable, anunciando que vamos a disfrutar de una de esas villanas de antología…y a mitad de película es como si se hubieran olvidado de escribirle las líneas, tornando a esta agente del KGB en un pelele con peinado a lo Louise Brooks. Además, tanto anunciar sus supuestos poderes mentales media película, y al final éstos nunca llegan a despuntar.

Lo peor, sin duda, es el modelo de escena de acción elegido, más acorde con las modas actuales a lo Michael Bay que a la propia tradición de la serie: en las películas anteriores, las hazañas de Indy eran exageradas y totalmente imposibles, pero de alguna manera Spielberg lograba la necesaria suspensión de descreimiento para que nos las tragáramos, o al menos las remataba con algún gag humorístico digno.

En cambio, en esta entrega todo suena a falso y artificial: la persecución en la selva tiene un momento Tarzán sonrojante, amén de un improbable duelo a espada a bordo de un coche que parece más propio de los piratas del Caribe que de Indiana Jones. Tampoco ayuda que en estas escenas el ordenador y los decorados canten tanto: quizá el éxito de escenas tan alocadas en las partes precedentes se debiera a que sus trucajes no eran tan evidentes y, por tanto, la ilusión de realidad era mayor.


Harrison Ford conserva intacto su carisma: lo suyo es hacer de pícaro bravucón despendolado, ya sea un arqueólogo o un cazarrecompensas galáctico. Desde que le ponen un traje, matan todo su encanto. Y se ha pegado veinte años trajeado, así se explica su declive de los últimos lustros. Este filme recupera lo mejor del actor, pero él solo no puede levantar el espectáculo: eso es un hazaña imposible incluso para Indiana Jones.

Lo que podría haber sido un gran reencuentro, se queda en un competente y entretenido espectáculo, en el que a veces se vislumbra le genio de Spielberg, pero que se queda corto. Aunque puede que el problema sea que las expectativas eran demasiado altas…