El reverso de Bond
En la promoción de “El ultimátum de Bourne”, el actor Matt Damon definió a su personaje como la antítesis de James Bond. Y aunque en las promociones los actores suelen decir muchas tonterías epatantes con la sola idea de llamar la atención sobre su producto, en este caso el análisis es del todo acertado. Jason Bourne comparte con el mítico 007 las iniciales (y la invulnerabilidad). Por lo demás, es un personaje totalmente diferente. La película, por cierto, es el mejor thriller de los últimos dos o tres años.
Lo interesante de esta trilogía sobre el espía amnésico es que, frente a la pléyade de héroes de acción matones, chulescos, expeditivos, crueles y amorales que nos sirve habitualmente el cine de Hollywood, el que interpreta Damon parece tener conciencia. Mientras otros espías del cine presumen de cuánto y qué bien matan, Bourne no parece especialmente orgulloso de sus habilidades letales.
En “El ultimátum…”, de hecho, perdona la vida a dos enemigos en situaciones en las cuales Bond no hubiera pestañeado al disparar. Y cuando mata con sus manos a otro, tras la lucha se queda pensativo y mirándose las manos, cansado pero también avergonzado por lo que acaba de hacer. La historia de Bourne es la de un asesino que quiere dejar de serlo. No lucha por la patria, ni por venganza, ni por dinero; sólo quiere saber quién es y que lo dejen vivir en paz.
La película, al igual que las dos partes anteriores, sigue el esquema de las películas-itinerario de Hitchcock, como “39 escalones” o “Con la muerte en los talones”, consistente en tener al héroe de aquí para allá mientras es perseguido por unos enemigos teóricamente más poderosos. La gracia de esta saga es comprobar cómo sale de cada embolado el bueno de Bourne.
Y de paso, la cinta hace veladas críticas contra los servicios de espionajes, cuyo juego sucio subterráneo pasa por encima de las personas, las leyes y lo que haga falta, con el fin de servir a no se sabe muy bien qué objetivos supuestamente loables. Para resaltar este punto, la cinta contrapone las figuras de dos jefes de espionaje cuya visión de la CIA es diferente: una interpretada por Joan Allen, que sabe poner límites a sus actos, y otro, encarnado por David Straithaim, que llegará a ordenar la muerte de civiles inocentes si es “necesario”.
Todo ello está narrado con un estilo nervioso con continua cámara en mano y una fotografía que huye de esteticismos para acercarse más al género documental. El resultado de esta solución estilística resulta difícil de evaluar, ya que por un lado, es evidente que consigue ese aire de verismo e inmediatez que persigue, pero por otra, puede llegar a ser agotadora visualmente y confusa por momentos.
En todo caso, se trata de una de esa cintas que de cuando en cuando le devuelven a uno la fe en el cine comercial. Se trata de un entretenimiento lleno de emoción que no insulta la inteligencia de nadie y, además, ofrece a un héroe que ni va de simpático ni de matón. ¿Había dicho ya que es el mejor thriller de los últimos dos o tres años?
En la promoción de “El ultimátum de Bourne”, el actor Matt Damon definió a su personaje como la antítesis de James Bond. Y aunque en las promociones los actores suelen decir muchas tonterías epatantes con la sola idea de llamar la atención sobre su producto, en este caso el análisis es del todo acertado. Jason Bourne comparte con el mítico 007 las iniciales (y la invulnerabilidad). Por lo demás, es un personaje totalmente diferente. La película, por cierto, es el mejor thriller de los últimos dos o tres años.
Lo interesante de esta trilogía sobre el espía amnésico es que, frente a la pléyade de héroes de acción matones, chulescos, expeditivos, crueles y amorales que nos sirve habitualmente el cine de Hollywood, el que interpreta Damon parece tener conciencia. Mientras otros espías del cine presumen de cuánto y qué bien matan, Bourne no parece especialmente orgulloso de sus habilidades letales.
En “El ultimátum…”, de hecho, perdona la vida a dos enemigos en situaciones en las cuales Bond no hubiera pestañeado al disparar. Y cuando mata con sus manos a otro, tras la lucha se queda pensativo y mirándose las manos, cansado pero también avergonzado por lo que acaba de hacer. La historia de Bourne es la de un asesino que quiere dejar de serlo. No lucha por la patria, ni por venganza, ni por dinero; sólo quiere saber quién es y que lo dejen vivir en paz.
La película, al igual que las dos partes anteriores, sigue el esquema de las películas-itinerario de Hitchcock, como “39 escalones” o “Con la muerte en los talones”, consistente en tener al héroe de aquí para allá mientras es perseguido por unos enemigos teóricamente más poderosos. La gracia de esta saga es comprobar cómo sale de cada embolado el bueno de Bourne.
Y de paso, la cinta hace veladas críticas contra los servicios de espionajes, cuyo juego sucio subterráneo pasa por encima de las personas, las leyes y lo que haga falta, con el fin de servir a no se sabe muy bien qué objetivos supuestamente loables. Para resaltar este punto, la cinta contrapone las figuras de dos jefes de espionaje cuya visión de la CIA es diferente: una interpretada por Joan Allen, que sabe poner límites a sus actos, y otro, encarnado por David Straithaim, que llegará a ordenar la muerte de civiles inocentes si es “necesario”.
Todo ello está narrado con un estilo nervioso con continua cámara en mano y una fotografía que huye de esteticismos para acercarse más al género documental. El resultado de esta solución estilística resulta difícil de evaluar, ya que por un lado, es evidente que consigue ese aire de verismo e inmediatez que persigue, pero por otra, puede llegar a ser agotadora visualmente y confusa por momentos.
En todo caso, se trata de una de esa cintas que de cuando en cuando le devuelven a uno la fe en el cine comercial. Se trata de un entretenimiento lleno de emoción que no insulta la inteligencia de nadie y, además, ofrece a un héroe que ni va de simpático ni de matón. ¿Había dicho ya que es el mejor thriller de los últimos dos o tres años?
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