Reseña: Corrupción en Miami
El cine no es algo matemático. En teoría, si se junta una buena historia con unos técnicos de primer orden y un reparto de calidad bajo el mando de un director con pulso, el resultado debería ser bueno. Sin embargo, en ocasiones se da esa conjunción de factores y, sin embargo, el producto es decepcionante.
Este es el caso de Corrupción en Miami, la última película de Michael Mann. No se le puede negar a Mann su capacidad de riesgo. Podría haber oficiado un remake de la serie original que apelara a la nostalgia fácil. Pero en su lugar ha optado por un planteamiento totalmente alejado del mítico programa televisivo. Tan alejado, de hecho, que uno se pregunta qué sentido tiene hacer una versión de algo que no se parezca en nada al original (salvo los nombres de los personajes); para eso, mejor hacer algo totalmente inédito y así no correr el riesgo de frustrar las expectativas de los aficionados de la serie, que es lo que ha pasado aquí.
Un problema que le veo a la película es el brusco cambio de ritmo que da tras su vertiginosa primera media hora. Hasta ese momento, la película es estupenda, hilvanando de manera veloz una trama criminal que logra crear una gran sensación de urgencia y nerviosismo. Sin embargo, cuando Sonny Crocket (Colin Farrell) decide seducir a Isabella (Gong Li), la cosa se va al traste, y el atractivo thriller policíaco que estábamos vendo se trastoca en un intento de historia de amor apasionado que resulta exagerado, ridículo y, lo que es peor, no logra calar en el espectador.
Y es que su planteamiento es bastante patético. Él la sube en su superlancha fuera borda y la invita a tomarse un mojito. Ella le responde que deberían ir a la Bodeguita del Medio, en Cuba. Él se sorprende y dice no tener el pasaporte encima. Y ella zanja la cuestión diciendo: “No te preocupes, mi primo es el encargado del puerto”. Toma ya réplica inteligente. Lo siguiente son planos de un Colin Farrell conduciendo su lancha a todo meter con mirada de “joder, qué intenso soy”, ante los cuales el espectador debería sentir el embargo y la emoción que siente cuando en otras películas el muchacho se lleva al muchacha en su caballo hacia la puesta de sol. Sin embargo, yo, al ver ese pedazo de lancha dando botes por el mar, lo único que pensaba era “qué mareo, espero que se hayan llevado una biodramina”. Puede que el problema es que soy poco sentimental, pero esa escena es un ejemplo de cómo querer ser el novamás del romanticismo desatado y quedarse en un cursi fantasmilla.
Desde el punto de vista técnico, la cinta es innovadora porque apuesta por la utilización de cámaras de video de alta definición para las escenas nocturnas. Para empezar, ofrecen una gran comodidad a la hora de rodar porque al parecer pesan mucho menos que una cámara de celuloide, y además no precisan que haya tanta luz de ambiente. El resultado es una imagen de menos calidad que la de celuloide, pero con un aspecto muy peculiar, más cercano a la televisión que al cine. Mann ya la empleó en algunos minutos de su cinta Collateral, con lo cual consiguió otorgar a las imágenes nocturnas de Los Angeles de un curioso aire irreal.
En Corrupción en Miami, el uso de estas cámaras es extensivo, y casi se podría afirmar que un 80% de la cinta tiene ese formato. El problema es que, como decíamos, se utiliza mayoritariamente de noche y, por mucha alta definición que tenga, el resultado es aún muy granuloso y con una paleta de colores bastante extraña. Si a esto le unimos que el directo abusa de la cámara en mano por aquello de darle realismo, aire documental y todas esas cosas que se suelen decir en estos casos, el resultado es un auténtico dolor de cabeza de película, incómoda de ver y que llega a crispar los nervios por la manía del director de acercar tanto la cámara a sus personajes, y encima con tembliques. Un caos. Estoy convencido que si el mismo guión con los mismos actores e, incluso, los mismos planos, hubiera sido filmado con una cámara normal y mayor pulso, a lo mejor mi opinión acerca de la cinta sería mejor.
Comprendo el potencial de estas cámaras, pero creo que aún les queda mucho por mejorar en lo que a su definición se refiere, especialmente en condiciones de poca luz. Lo que para mí no es de recibo es que una superproducción de esta clase parezca que está rodada con una vieja cámara VHS o con la función video de un teléfono móvil.
Tampoco ayuda que la historia al final sea tan tópica y sin novedades: otra película más en la que un policía se infiltra en la red criminal (en este caso narcotraficantes) y se enamora de la chica. Por supuesto, también tenemos esos momentos que tanto gustan al Hollywood facha, en los cuales los protagonistas deciden tomarse la justicia por su mano. En este sentido, Mann intenta ser realista con la violencia (la manera de filmar los tiroteos se asemeja más a un noticiario que a una película de ficción, y el sonido de las armas es el de verdad, no está embellecido como en otras cintas), pero al final cae en lo de siempre: a los malos más malos se les reserva una muerte mas violenta y virulenta, para que la venganza de los protas quede más remarcada.
En cuanto al reparto, reconozco que no le pillo el punto a Colin Farrel. No entiendo cómo ha logrado trabajar con tantos directores de prestigio, ya que no le veo ni especialmente bueno como actor (tampoco digo que sea malo, ojo), ni especialmente guaperas. Es más, en esta cinta, cada vez que lo veía no podía evitar pensar “dios mío, Colin, lávate esos pelos de una maldita vez”. Jamie Foxx, que hace de Ricardo Tubbs, apenas es una sombra al lado de Farrell, ya que no le han dado chicha a su papel. Se limita a acompañar al protagonista, decir “sí” y “no” un par de veces y, al final, convertirse en un matón. Nuestro Luís Toar, como villano de la función, sabe muy bien poner cara de intenso y de medio loco en las cuatro escenitas que le han dado. A Gong Li la noté despistadilla, pero es lógico si tenemos en cuanta que tuvo que memorizar fonéticamente sus diálogos ya que ella no habla inglés.
Este film, en suma, es un guión tópico ahogado por el estilo, cuyas pretensiones de ser sofisticado, intenso y dramático son tan exageradas que acaban por resultar ridículas. Hay un momento significativo: la policía acude a la mansión de uno de sus soplones para obligarle a que éste llame a un narcotraficante colombiano y así facilitar que Sonny y Ricardo se infiltren en sus filas. Durante esa conversación, Mann se saca de la manga un plano de Colin Farrell con cara de extasiado mirando por la ventana, y el contraplano correspondiente, del océano placido y hermoso. Y uno se queda a cuadros, pensando en qué carajo pinta eso en medio de la escena. ¿Un intento de dar a entender que Sonny, en el fondo, es un tipo sensible que anhela la libertad y tal? Más bien una cursilada con el fin de hacer bonito.
Pero lo peor que se pude decir de esta película es que aburre soberanamente. Y eso, en una cinta supuestamente inspirada en un show televisivo que destacaba por su amenidad, es imperdonable.
El cine no es algo matemático. En teoría, si se junta una buena historia con unos técnicos de primer orden y un reparto de calidad bajo el mando de un director con pulso, el resultado debería ser bueno. Sin embargo, en ocasiones se da esa conjunción de factores y, sin embargo, el producto es decepcionante.
Este es el caso de Corrupción en Miami, la última película de Michael Mann. No se le puede negar a Mann su capacidad de riesgo. Podría haber oficiado un remake de la serie original que apelara a la nostalgia fácil. Pero en su lugar ha optado por un planteamiento totalmente alejado del mítico programa televisivo. Tan alejado, de hecho, que uno se pregunta qué sentido tiene hacer una versión de algo que no se parezca en nada al original (salvo los nombres de los personajes); para eso, mejor hacer algo totalmente inédito y así no correr el riesgo de frustrar las expectativas de los aficionados de la serie, que es lo que ha pasado aquí.
Un problema que le veo a la película es el brusco cambio de ritmo que da tras su vertiginosa primera media hora. Hasta ese momento, la película es estupenda, hilvanando de manera veloz una trama criminal que logra crear una gran sensación de urgencia y nerviosismo. Sin embargo, cuando Sonny Crocket (Colin Farrell) decide seducir a Isabella (Gong Li), la cosa se va al traste, y el atractivo thriller policíaco que estábamos vendo se trastoca en un intento de historia de amor apasionado que resulta exagerado, ridículo y, lo que es peor, no logra calar en el espectador.
Y es que su planteamiento es bastante patético. Él la sube en su superlancha fuera borda y la invita a tomarse un mojito. Ella le responde que deberían ir a la Bodeguita del Medio, en Cuba. Él se sorprende y dice no tener el pasaporte encima. Y ella zanja la cuestión diciendo: “No te preocupes, mi primo es el encargado del puerto”. Toma ya réplica inteligente. Lo siguiente son planos de un Colin Farrell conduciendo su lancha a todo meter con mirada de “joder, qué intenso soy”, ante los cuales el espectador debería sentir el embargo y la emoción que siente cuando en otras películas el muchacho se lleva al muchacha en su caballo hacia la puesta de sol. Sin embargo, yo, al ver ese pedazo de lancha dando botes por el mar, lo único que pensaba era “qué mareo, espero que se hayan llevado una biodramina”. Puede que el problema es que soy poco sentimental, pero esa escena es un ejemplo de cómo querer ser el novamás del romanticismo desatado y quedarse en un cursi fantasmilla.
Desde el punto de vista técnico, la cinta es innovadora porque apuesta por la utilización de cámaras de video de alta definición para las escenas nocturnas. Para empezar, ofrecen una gran comodidad a la hora de rodar porque al parecer pesan mucho menos que una cámara de celuloide, y además no precisan que haya tanta luz de ambiente. El resultado es una imagen de menos calidad que la de celuloide, pero con un aspecto muy peculiar, más cercano a la televisión que al cine. Mann ya la empleó en algunos minutos de su cinta Collateral, con lo cual consiguió otorgar a las imágenes nocturnas de Los Angeles de un curioso aire irreal.
En Corrupción en Miami, el uso de estas cámaras es extensivo, y casi se podría afirmar que un 80% de la cinta tiene ese formato. El problema es que, como decíamos, se utiliza mayoritariamente de noche y, por mucha alta definición que tenga, el resultado es aún muy granuloso y con una paleta de colores bastante extraña. Si a esto le unimos que el directo abusa de la cámara en mano por aquello de darle realismo, aire documental y todas esas cosas que se suelen decir en estos casos, el resultado es un auténtico dolor de cabeza de película, incómoda de ver y que llega a crispar los nervios por la manía del director de acercar tanto la cámara a sus personajes, y encima con tembliques. Un caos. Estoy convencido que si el mismo guión con los mismos actores e, incluso, los mismos planos, hubiera sido filmado con una cámara normal y mayor pulso, a lo mejor mi opinión acerca de la cinta sería mejor.
Comprendo el potencial de estas cámaras, pero creo que aún les queda mucho por mejorar en lo que a su definición se refiere, especialmente en condiciones de poca luz. Lo que para mí no es de recibo es que una superproducción de esta clase parezca que está rodada con una vieja cámara VHS o con la función video de un teléfono móvil.
Tampoco ayuda que la historia al final sea tan tópica y sin novedades: otra película más en la que un policía se infiltra en la red criminal (en este caso narcotraficantes) y se enamora de la chica. Por supuesto, también tenemos esos momentos que tanto gustan al Hollywood facha, en los cuales los protagonistas deciden tomarse la justicia por su mano. En este sentido, Mann intenta ser realista con la violencia (la manera de filmar los tiroteos se asemeja más a un noticiario que a una película de ficción, y el sonido de las armas es el de verdad, no está embellecido como en otras cintas), pero al final cae en lo de siempre: a los malos más malos se les reserva una muerte mas violenta y virulenta, para que la venganza de los protas quede más remarcada.
En cuanto al reparto, reconozco que no le pillo el punto a Colin Farrel. No entiendo cómo ha logrado trabajar con tantos directores de prestigio, ya que no le veo ni especialmente bueno como actor (tampoco digo que sea malo, ojo), ni especialmente guaperas. Es más, en esta cinta, cada vez que lo veía no podía evitar pensar “dios mío, Colin, lávate esos pelos de una maldita vez”. Jamie Foxx, que hace de Ricardo Tubbs, apenas es una sombra al lado de Farrell, ya que no le han dado chicha a su papel. Se limita a acompañar al protagonista, decir “sí” y “no” un par de veces y, al final, convertirse en un matón. Nuestro Luís Toar, como villano de la función, sabe muy bien poner cara de intenso y de medio loco en las cuatro escenitas que le han dado. A Gong Li la noté despistadilla, pero es lógico si tenemos en cuanta que tuvo que memorizar fonéticamente sus diálogos ya que ella no habla inglés.
Este film, en suma, es un guión tópico ahogado por el estilo, cuyas pretensiones de ser sofisticado, intenso y dramático son tan exageradas que acaban por resultar ridículas. Hay un momento significativo: la policía acude a la mansión de uno de sus soplones para obligarle a que éste llame a un narcotraficante colombiano y así facilitar que Sonny y Ricardo se infiltren en sus filas. Durante esa conversación, Mann se saca de la manga un plano de Colin Farrell con cara de extasiado mirando por la ventana, y el contraplano correspondiente, del océano placido y hermoso. Y uno se queda a cuadros, pensando en qué carajo pinta eso en medio de la escena. ¿Un intento de dar a entender que Sonny, en el fondo, es un tipo sensible que anhela la libertad y tal? Más bien una cursilada con el fin de hacer bonito.
Pero lo peor que se pude decir de esta película es que aburre soberanamente. Y eso, en una cinta supuestamente inspirada en un show televisivo que destacaba por su amenidad, es imperdonable.
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